Segunda de los hijos del matrimonio, la precedía su hermana María Francisca, Paca, que al correr de los años acabaría convertida en duquesa de Alba por su matrimonio con Jacobo Fitz-James Stuart y Ventimiglia.
El conde de Montijo fue un militar reconocido y hombre de costumbres sencillas al que le costó comprender las ambiciones y el gusto por la ostentación de su esposa. Su condición de afrancesado le hizo querer para sus hijas una formación particular, y de ahí que las jóvenes se educaran en Francia e Inglaterra.
María Manuela Kirkpatrick compartía el criterio de su esposo, pero con otras expectativas: conseguir para sus hijas un futuro brillante. Para ello, la condesa de Montijo se valió de la amistad de un viejo amigo, el escritor Prosper Mérimée, que hizo las veces de mentor de las jóvenes y las introdujo en la alta sociedad de la capital francesa, una vez acabados sus estudios en el colegio parisino del Sacré-Coeur.
En 1839, tras la muerte del conde de Montijo, sus hijas regresaron a Madrid e hicieron su entrada en sociedad por la puerta grande dando un espléndido baile de máscaras en su palacio de la plaza del Ángel. Poco después, en 1844, Paca cumplió con las expectativas casamenteras de su madre y contrajo matrimonio con el duque de Alba.
Su madre decidió regresar a París, convencida de que allí Eugenia encontraría nuevas oportunidades de futuro que, al menos, la igualaran en categoría a su hermana. Dotada de una extraña belleza que se apartaba de los cánones usuales, Eugenia era extremadamente refinada, culta e inteligente. Estaba dotada, a decir de sus contemporáneos, de un extraño poder de seducción que administraba sabiamente. No le costó, pues, brillar en los salones que frecuentaban madre e hija ni tampoco atraer la atención del entonces presidente de la II República, Luis Napoleón Bonaparte, cuando los presentaron en el transcurso de un baile el 12 de abril de 1849 en el Palacio del Elíseo .
Madame Carette, lectora de Eugenia de Montijo, la describió así: "Alta, de rasgos regulares y el perfil digno de una medalla antigua, con un encanto muy personal, un poco extraño incluso, que hacía que no pudiera comparársela con ninguna otra mujer. La frente, alta y recta, se estrechaba hacia las sienes; los párpados seguían la línea de las cejas, y velaban sus ojos, excesivamente juntos, pero que constituían un rasgo particular de la fisonomía de la emperatriz: dos bellos ojos de un azul vivo y profundo rodeados de sombra, llenos de alma, de energía y, al tiempo, de dulzura...".
El recién proclamado imperio necesitaba un heredero y para ello se precisaba una emperatriz. La casamentera condesa viuda de Montijo vio el cielo abierto y cabe pensar que otro tanto le sucedió a su hija. Por entonces, Eugenia de Montijo ya había descartado cualquier interés romántico, puesto que había sido desdeñada por el duque de Alba, que prefirió a su hermana Paca, y por el marqués de Alcañices, José de Osorio, de quien se dice que fue su gran amor. La fama de licencioso y los veinte años que le llevaba no parecieron ser un problema.
Deslumbrada por la posibilidad de convertirse en emperatriz de los franceses, supo administrar convenientemente sus encantos hasta conseguir enamorar al emperador. La leyenda asegura que cuando éste le preguntó por el camino para llegar a su alcoba, Eugenia de Montijo le respondió: "Pasando por la vicaría, Sire". No deja de ser un mito, ya que la anécdota se ha atribuido también al inicio de la relación entre Ana Bolena y Enrique VIII, pero, en cualquier caso, lo cierto es que contra la opinión de buena parte de la corte y del sector político, que veía en ella a una extranjera, consiguió lo que otras habían intentado sin éxito: retener a su lado a un rendido Bonaparte.Con 26 años, la joven granadina se casaba con el emperador francés. La ceremonia civil tuvo lugar el 29 de enero de 1853 y la boda religiosa se celebró al día siguiente en Notre Dame. Tres años después, en 1856, nacía el que sería su único hijo, el Príncipe Imperial, Luis Napoleón. Desde el mismo día de su boda, Eugenia de Montijo supo que no iba a limitarse a ser una figura decorativa al lado del fundador del II Imperio. Para empezar sólo aceptó los 600.000 francos como regalo de boda del Ayuntamiento de París si éstos se destinaban a la fundación de la primera de las muchas instituciones de caridad que nacerían en sus años de reinado. Luego, cuando el 16 de marzo de 1856, después de dos embarazos fallidos, nació su único hijo, Napoleón Luis, decidió que ya había cumplido su misión de dar un heredero al trono y se volcó de lleno en la política imperial.
Para dedicarse a la política Eugenia contaba con el beneplácito de su marido, que la nombró regente en tres ocasiones en las que éste tuvo que alejarse del trono. Católica convencida, no dudó en apoyar a los partidos más conservadores, lo que le valió la enemistad de buena parte de los sectores políticos.
Pese a su bonapartismo militante, Eugenia de Montijo no se recataba de mostrar su admiración por María Antonieta. Es más, durante los días de luna de miel en el palacio de Saint-Cloud insistió en ocupar las que habían sido las habitaciones de la última reina del Antiguo Régimen. Y, como había ocurrido con su antecesora en el trono, se ganó fama de frívola y soberbia.
La emperatriz se convirtió en un icono de la moda. No sólo era mera vanidad, se tomaba su vestuario como una más de las obligaciones de su cargo. A este fin llegó a un acuerdo con su esposo para promocionar con su indumentaria o sus alhajas aquellos sectores industriales más necesitados, bien fuera la joyería, el comercio o el ámbito textil.
Lamentablemente, la mayoría de sus contemporáneos no supieron verlo así. La emperatriz era consciente de ello. Una vez exiliada escribió a su amigo y biógrafo Lucien Daudet: "Me han acusado de frívola y de amar demasiado la ropa, pero es absurdo; eso equivale a no darse cuenta del papel que debe desempeñar una soberana, que es como el de una actriz. ¡La ropa forma parte de ese papel".
En 1870, tras el hundimiento del II Imperio, se traslada a Inglaterra donde tres años más tarde fallecería su esposo. Tras su fallecimiento, la emperatriz no cejó en su empeño de crear un partido político, para conseguir el apoyo suficiente y que su hijo consiguiera volver al trono francés. Sus desvelos fueron en vano ya que en 1879 el príncipe muere luchando por Inglaterra en la guerra anglo-zulú en tierras africanas. .
La emperatriz quedó rota por el dolor pero aun sobreviviría 40 años a su hijo y en sus últimos años repartía sus días entre Inglaterra y España, donde refugiaba su soledad junto a sus sobrinos los duques de Alba. Allí se encontraba el 11 de julio de 1920 cuando un problema renal acabó con su vida. Su cuerpo se repatrió a Inglaterra a fin de que recibiera sepultura junto a su esposo y su hijo. Eugenia de Montijo, la emperatriz, había muerto y comenzaba la leyenda.
Ella misma, al final de sus días, resumió su vida con éstas palabras: “Diríase que Dios quiso darme todas las cosas que se pueden desear, para luego quitármelas una a una, hasta dejarme sólamente los recuerdos…”.
María Eugenia de Montijo está enterrada en la cripta imperial junto a su marido y su hijo., falleciendo en Madrid en 1920 a los 94 años de edad.
FUENTES:
DIARIO DE A BORDO
NATIONAL GEOGRAFIC
VINTAGE LÓPEZ LINARES
MUJERES EN LA HISTORIA
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